Un retrato de Rilke está colocado en el comedor. Un
Rilke melancólico que parece mirar de reojo el Adriático que se contempla desde
este quinto piso, el mar que le fascinó, ese mar violento y, al mismo tiempo,
sereno que había visto romperse en los acantilados que rodean el castillo de
Duino. Un mar elegíaco, que cantaba dentro de las olas, que se le aparecía en
sueños y se le colaba sin avisar dentro de los versos.
Suena la sirena de un barco que acaba de entrar en el puerto. El sonido penetra en la ciudad, se pasea por la gran Piazza de la Libertà, recorre las calles y despierta a sus habitantes de las travesías de la noche. Vittorio y Antonella salen de sus respectivos sueños. La mosca, con las alas pegajosas de salsa marinada, agoniza en la cocina. Y muere.
Rilke en la pared observa la calma tensa del
Adriático.
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