martes, 21 de mayo de 2013

LA NAVE DE LOS OBJETOS NAUFRAGADOS


La nave de la Municipalidad se encuentra en las afueras de Venecia, en una de esas islas que aún sirven de astilleros para góndolas y que se hunden poco a poco cada año. Una de las islas más extrañas a la que se llega después de tomar el vaporetto y en la que viven las familias de marineros, gondoleros y algún hortelano de los que suministran legumbres y verduras en los mercados de la ciudad submarina sin huertos ni cultivos, sólo tristes jardines secretos.
Huele intensamente a pescado macerado y a la densa pintura negra de receta secreta que los gondoleros aplican hasta siete veces en sus embarcaciones para conseguir el intenso negro lúgubre que refleja los perfiles de la ciudad como espejos que navegan. En esta isla, el aire atraviesa las redes secadas al sol que los pecadores tienden junto a sus casas dejando un inconfundible olor a mújoles y otros peces de la laguna. También hay ropa tendida en los callejones. El viento pasa por los tendederos desvelando qué secretos hay en las camisas blancas de sol, los pantalones remendados, las sábanas y bragas recosidas. Vittorio Brunellescho recuerda las historias de la tata Simona que lo crió y que alegró su infancia con relatos fantásticos. Cuando planchaba decía que con el vapor se escapaban los recuerdos que aún se escondían en los pliegues de la ropa. Al pasar la plancha, en la nube caliente de vapor huían los malos momentos que habían quedado impregnados en esa blusa que llevó mamá al recibir aquella mala noticia o el llanto de la abuela en el camisón manchado de lágrimas al recordar a su hermana Agnes, muerta en la laguna, o el levísimo olor a sudor alcoholizado de una tarde feliz de verano. Como si en la ropa hubiera quedado escrita la biografía más secreta de una familia.

Vittorio aspira el aire que trae las vidas de los habitantes pero no consigue descubrir nada: ni tragedias, ni alegrías. Quizás le falta la imaginación o la sensibilidad de la tata Simona para atrapar nubes de vapor, aunque sabe que no, que desde hace tiempo se empeña en reprimir esa capacidad para fabular. Razón sin fantasía, algo que aprendió en Trieste cuando decidió que así sería más feliz. Sin memoria, sin recuerdos, sin lastres que inpidan avanzar.

Sigue caminando hacia la taberna en la que Pietro siempre toma vino junto a sus compadres antes de abrir la nave. Es un antro lleno de viejos marineros al que se entra después de atravesar una cortina de la que cuelgan conchas recogidas en la playa y que provocan un cosquilleo de rumores marinos. Vittorio descorre la cortina y durante unos segundos no ve nada porque apenas hay luz en el interior y los ojos tardan en acostumbrarse a esta sombra apacible de bar de puerto. Pero el profesor oye pronto sus carcajadas, las palabras del dialecto veneciano con vocales abiertas y tan musicales que ha echado de menos en sus años triestinos. Al final de la barra encuentra a Pietro contando a sus amigos una de sus historias. ¿Inventada o real? Qué más da, es un tipo alegre, feliz en su engaño que le sirve para seguir viviendo y resistir los reveses de la vida. Mientras habla, da golpes en el mostrador de la taberna con sus manos pintadas por Durero subrayando los matices de la historia y suena hueca y profunda la vieja madera, quizás rescatada de un barco hundido, impregnada de alcoholes baratos, de pringue y salazones.

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