sábado, 18 de mayo de 2013

EL CEMENTERIO DE TRASATLÁNTICOS


A lo lejos vieron una mancha que al principio les pareció una montaña que lindaba con la playa, pero conforme se aproximaban descubrieron que era un monstruo de acero, un barco gigantesco con la popa hundida cerca de la orilla. Y no era el único. Aquello era un cementerio de barcos, colosos corroídos por la sal, devorados en un dantesco banquete de peces y óxido.
Olía intensamente a herrumbre.

 
Del vientre de acero del barco vieron salir a algunos hombres. Iban cargados con piezas de la embarcación que seguramente venderían como valiosa chatarra. Parecían diminutas hormigas en fila que devoraran a un animal gigantesco llevando los trozos como comida para el hormiguero-despensa. Y aquellos barcos difuntos eran el banquete del salitre, los peces y los rapiñeadores de chatarra. Muchos de aquellos hombres tenían el cuerpo lleno de heridas e incluso vieron a algún mutilado.

 
Poco después, cuando paseaban por una zona de mercadeo local, descubrieron a algunos de aquellos hombres vendiendo restos de los barcos. En uno de los puestos callejeros, Antonella vio a un anciano que vendía toallas y cubiertos en los que reconoció la marca de la Lloyd. El hombre contó que su hijo se ganaba la vida sacando cosas de las embarcaciones que sus dueños habían dejado abandonadas en la costa. Estaba feliz, porque hacía poco su hijo había podido entrar en un trasatlántico italiano que no se encontraba en muy mal estado. La rapiña les había dado para comer durante un mes, aunque el anciano confesó a la pareja que estaba preocupado porque su hijo se había hecho una herida en una pierna con un acero oxidado que no tenía muy buena pinta. Hacía dos noches que tenía fiebre y que vomitaba y no había podido salir a trabajar.
 
 
Antonella y Vittorio se miraron sin decirse nada. Les pesó profundamente la desidia de empresarios sin escrúpulos que dejaban sus barcos en las playas del Tercer Mundo, en aquellos lugares destinados a ser los muladares, los paraísos del desecho, los basureros de otras culpas ajenas. La Lloyd triestina también había abandonado allí sus basuras sin importarle que contaminaran aquellas playas.
Vittorio se dio cuenta de cómo Antonella asumía también la culpa de su familia y por eso la quiso más que nunca. Casi sin decirse nada habían descubierto la parte de atrás del paraíso, los hermosos paisajes que nunca son inocentes.

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