A lo lejos vieron una mancha que al principio les pareció
una montaña que lindaba con la playa, pero conforme se aproximaban descubrieron
que era un monstruo de acero, un barco gigantesco con la popa hundida cerca de
la orilla. Y no era el único. Aquello era un cementerio de barcos, colosos
corroídos por la sal, devorados en un dantesco banquete de peces y óxido.
Olía intensamente a herrumbre.
Olía intensamente a herrumbre.
Del vientre de acero del barco vieron salir a algunos
hombres. Iban cargados con piezas de la embarcación que seguramente venderían
como valiosa chatarra. Parecían diminutas hormigas en fila que devoraran a un
animal gigantesco llevando los trozos como comida para el hormiguero-despensa.
Y aquellos barcos difuntos eran el banquete del salitre, los peces y los
rapiñeadores de chatarra. Muchos de aquellos hombres tenían el cuerpo lleno de
heridas e incluso vieron a algún mutilado.
Poco después, cuando paseaban por una zona de mercadeo
local, descubrieron a algunos de aquellos hombres vendiendo restos de los
barcos. En uno de los puestos callejeros, Antonella vio a un anciano que vendía
toallas y cubiertos en los que reconoció la marca de la Lloyd. El hombre contó
que su hijo se ganaba la vida sacando cosas de las embarcaciones que sus dueños
habían dejado abandonadas en la costa. Estaba feliz, porque hacía poco su hijo
había podido entrar en un trasatlántico italiano que no se encontraba en muy
mal estado. La rapiña les había dado para comer durante un mes, aunque el
anciano confesó a la pareja que estaba preocupado porque su hijo se había hecho
una herida en una pierna con un acero oxidado que no tenía muy buena pinta. Hacía
dos noches que tenía fiebre y que vomitaba y no había podido salir a trabajar.
Antonella y Vittorio se miraron sin decirse nada. Les
pesó profundamente la desidia de empresarios sin escrúpulos que dejaban sus
barcos en las playas del Tercer Mundo, en aquellos lugares destinados a ser los
muladares, los paraísos del desecho, los basureros de otras culpas ajenas. La
Lloyd triestina también había abandonado allí sus basuras sin importarle que
contaminaran aquellas playas.
Vittorio se dio cuenta de cómo Antonella asumía también la culpa de su familia y por eso la quiso más que nunca. Casi sin decirse nada habían descubierto la parte de atrás del paraíso, los hermosos paisajes que nunca son inocentes.
Vittorio se dio cuenta de cómo Antonella asumía también la culpa de su familia y por eso la quiso más que nunca. Casi sin decirse nada habían descubierto la parte de atrás del paraíso, los hermosos paisajes que nunca son inocentes.
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