martes, 21 de mayo de 2013

UN CADÁVER EN LA LAGUNA


 
Las caprichosas corrientes han arrastrado el cadáver hasta la Punta de la Aduana en el Dorsoduro. El cuerpo lleva flotando por el Canal Grande desde la Riva del Carbón hasta el Palazzo Barbarigo donde llegó a las tres de la mañana. A la altura del Rio di San Barnaba se quedó al menos una hora encajonado entre dos barcas de las que traen el pescado a los puestos del Rialto. En ese rato, la barba de algas de una de las embarcaciones se quedó enredada en la mano izquierda. Y ahí permanece desde entonces.
Es una mujer vestida de blanco con un pañuelo anudado al cuello.
El cadáver flota boca abajo de forma que en sus ojos podríamos ver el reflejo del fondo de la laguna. Ahora mismo aparece el cieno que durante siglos se ha acumulado en la Fondamenta della Salute. Se identifican zapatos perdidos, una maleta rota, un carrito de niño, la cabeza de una muñeca de porcelana, un par de gatos muertos, un jarrón roto, un ancla de barco. También se adivina el costillaje de un pez gigantesco. ¿Alguna vez hubo ballenas varadas en Venecia?
Al paso por Santa Maria del Giglio los ojos muertos descubren en el fondo unas imposibles formaciones tubulares, como chimeneas cónicas de las que salen burbujas. ¿Será Venecia que respira? Y en un lado del canal, sosteniendo la Basílica de Santa Maria della Salute, un bosque sumergido de pilotes de olmo y troncos de roble como cimiento de la nave de piedra. Son los árboles que llegaron de los Alpes para levantar esta mole que alberga delicados tizianos.
A la altura del Palazzo Dario el agua se cuela por callejones submarinos que casi nadie conoce, un laberinto ignoto que sólo asoma cuando se desecan los canales para hacer alguna obra de reparación o saneamiento. Desde luego es una Venecia que no aparece en los mapas ni en los grabados que cuelgan de las paredes de viejos y silenciosos museos. En esta Venecia submarina las corrientes lagunares provocan en las casas un ruido de oleaje que llega distorsionado y que al subir hasta las estancias más altas sugieren conversaciones de fantasmas. Y en el techo de uno de los pasajes abovedados cuelgan las raíces de plantas huidas de jardines de esos que se cultivan en la parte de atrás, al refugio de la mirada descarada de los turistas que atraviesan el Gran Canal. Qué inquietante esta Venecia de los fondos, inmóvil,  suspendida, llena de bosques ahogados, desván de objetos inservibles, mapa de dormidas corrientes marinas.
La mujer se arrojó al canal a las doce en punto. Es joven, de apenas veinte años, la melena negra -que olía a uvas y ahora desprende un vago hedor a salmuera- se mueve al ritmo de las aguas que hoy están estremecedoramente calmadas. Apenas sopla viento.
Entre sus piernas el agua parece roja. Es un cadáver que aún menstrúa. La joven olvidó o pensó que ya no importaba colocarse los paños de algodón. El recuerdo de la vida se escapa en el agua, es una nube rojiza que acompaña a la difunta hasta esta Punta de la Aduana.
Falta poco para llegar al mar oscuro y denso, lagunar y furioso, salado y dulce.
Adriático.

Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'

LOS FANTASMAS


Foto: Tiina Itkonen
 
Los fantasmas caminan pero mucho más despacio, sus movimientos son lentísimos, viscosos, como si se movieran en el agua. En realidad parece que estos difuntos nadaran por la casa, bucean por salones y pasillos de un verde turbio como el agua de la laguna, dan vueltas demoradas por el vestíbulo y se sumergen entre los árboles acuáticos del jardín. Quizás este Palazzo del Aire sea sólo un acuario en el que vagan espectros submarinos que pasean su eternidad entre algas, piedras y cuevas artificiales.

LA NAVE DE LOS OBJETOS NAUFRAGADOS


La nave de la Municipalidad se encuentra en las afueras de Venecia, en una de esas islas que aún sirven de astilleros para góndolas y que se hunden poco a poco cada año. Una de las islas más extrañas a la que se llega después de tomar el vaporetto y en la que viven las familias de marineros, gondoleros y algún hortelano de los que suministran legumbres y verduras en los mercados de la ciudad submarina sin huertos ni cultivos, sólo tristes jardines secretos.
Huele intensamente a pescado macerado y a la densa pintura negra de receta secreta que los gondoleros aplican hasta siete veces en sus embarcaciones para conseguir el intenso negro lúgubre que refleja los perfiles de la ciudad como espejos que navegan. En esta isla, el aire atraviesa las redes secadas al sol que los pecadores tienden junto a sus casas dejando un inconfundible olor a mújoles y otros peces de la laguna. También hay ropa tendida en los callejones. El viento pasa por los tendederos desvelando qué secretos hay en las camisas blancas de sol, los pantalones remendados, las sábanas y bragas recosidas. Vittorio Brunellescho recuerda las historias de la tata Simona que lo crió y que alegró su infancia con relatos fantásticos. Cuando planchaba decía que con el vapor se escapaban los recuerdos que aún se escondían en los pliegues de la ropa. Al pasar la plancha, en la nube caliente de vapor huían los malos momentos que habían quedado impregnados en esa blusa que llevó mamá al recibir aquella mala noticia o el llanto de la abuela en el camisón manchado de lágrimas al recordar a su hermana Agnes, muerta en la laguna, o el levísimo olor a sudor alcoholizado de una tarde feliz de verano. Como si en la ropa hubiera quedado escrita la biografía más secreta de una familia.

Vittorio aspira el aire que trae las vidas de los habitantes pero no consigue descubrir nada: ni tragedias, ni alegrías. Quizás le falta la imaginación o la sensibilidad de la tata Simona para atrapar nubes de vapor, aunque sabe que no, que desde hace tiempo se empeña en reprimir esa capacidad para fabular. Razón sin fantasía, algo que aprendió en Trieste cuando decidió que así sería más feliz. Sin memoria, sin recuerdos, sin lastres que inpidan avanzar.

Sigue caminando hacia la taberna en la que Pietro siempre toma vino junto a sus compadres antes de abrir la nave. Es un antro lleno de viejos marineros al que se entra después de atravesar una cortina de la que cuelgan conchas recogidas en la playa y que provocan un cosquilleo de rumores marinos. Vittorio descorre la cortina y durante unos segundos no ve nada porque apenas hay luz en el interior y los ojos tardan en acostumbrarse a esta sombra apacible de bar de puerto. Pero el profesor oye pronto sus carcajadas, las palabras del dialecto veneciano con vocales abiertas y tan musicales que ha echado de menos en sus años triestinos. Al final de la barra encuentra a Pietro contando a sus amigos una de sus historias. ¿Inventada o real? Qué más da, es un tipo alegre, feliz en su engaño que le sirve para seguir viviendo y resistir los reveses de la vida. Mientras habla, da golpes en el mostrador de la taberna con sus manos pintadas por Durero subrayando los matices de la historia y suena hueca y profunda la vieja madera, quizás rescatada de un barco hundido, impregnada de alcoholes baratos, de pringue y salazones.

lunes, 20 de mayo de 2013

EL PALAZZO DEL AIRE


Foto: Matthias Schaller
 
Todos los días de verano a las ocho en punto de la mañana, entraba el soplo de marea por la ventana del salón principal en la primera planta del palacio. La brisa marina y tibia se recreaba en el salón, acariciaba los retratos familiares despertándolos del plácido sueño de la noche y se adentraba en las maderas nobles de los muebles de la bisabuela Anna: el cabinet francés de nogal, un bargueño español con incrustaciones de mármol y una consola tallada con soportes que representaban las figuras de unos esclavos turcos.
Con ese aire cálido, a pesar de la hora de la mañana, las maderas resudaban dejando en el ambiente un aroma de resinas antiguas mezcladas con un leve olor a salitre, a recuerdos marinos y, más específicamente, de nostalgias adriáticas. Un aroma de aguas dulces mezcladas con olas saladas.

 Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'
 
Luego, el vientecillo que se adentraba en la casa se decidía a subir la gran escalera principal y allí saludaba con extremada educación a los antepasados que permanecían suspendidos en las paredes, pintados por maestros ya desaparecidos y rodeados por marcos dorados según el capricho de las épocas. Los más antiguos mostraban sus gorgueras sucias de tiempo, luego estaban los de pelucas empolvadas del XVIII y encajes pintados al óleo con sutil delicadeza. Después de acariciar a los fantasmas venerables, la brisa pasaba de largo por el salón de los espejos, dejando empañado de vaho marino la luna del que se encontraba en el rellano de la escalera cuyo azogue estaba velado y ojeroso en las esquinas. Este espejo estaba colocado en el primer descansillo de la escalera de forma que reflejaba gran parte de la planta primera e incluso los retratos que colgaban de las paredes como si dentro de la luna siguiera sucediéndose otro imposible palacio paralelo. Era uno de esos espejos que devoran escenas e intentan atrapar el alma de lo reflejado. Un espejo peligroso que sólo se descubre en las ciudades líquidas. Este espejo –grandioso, con marco barroco de caoba- reproducía a todos los habitantes, los de hoy y los de ayer, mezclando sin orden a figuras del pasado y del presente que subían o bajaban por la gran escalera.

Foto: Matthias Schaller

Después de subir, la brisa doblaba entonces a la derecha para internarse en un largo pasillo en el que alcanzaba gran velocidad convirtiéndose en poderosa corriente, razón por la que la casa tenía un nombre muy particular: el Palazzo del Aire. Los caprichosos vientos venecianos recorrían con placer la casa, paseaban por la escalera, se adentraban en los rincones, se recreaban en los cajones alborotando las prendas de los difuntos y los recuerdos más lejanos. El Palazzo del Aire era una casa caótica y desordenada por culpa de las corrientes.

Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'

Durante algunos años había permanecido abandonado, pero ahora, con el regreso de Vittorio, el viejo palacio había vuelto a recuperar la vida. Y los vientos adriáticos festejaban la reapertura de la casa. Lástima que la agitación de las brisas y corrientes provocara un especial daño en los cortinajes del pasillo, de terciopelo marrón y muy gastados, con múltiples calvas y que al simple roce de una mano dejaban en el suelo un polvillo viejo de telas nobles y vencidas. Un rastro que luego ese mismo viento barría en su loca carrera con el fin de borrar toda huella de su paso por la casa. Era una cuestión de cortesía para agradecer tanta hospitalidad.

 Foto: Pablo Genovés. 'Precipitados'
 
En esta mañana de julio, el viento marino, cálido y viscoso llega al dormitorio principal, el aposento que Vittorio ha escogido al regresar a la casa después de muchos años de residencia en la ciudad de Trieste. Es la estancia más fabulosa, el lugar donde habían sido engendrados todos los miembros de la saga, bajo aquella grandiosa cama con doselete, cortinajes y cabecera labrada con incrustaciones de marfil que sugerían bodegones de fruta que algunas veces se colaban en los sueños. Las pesadillas solían dejar en el durmiente un sabor de brevas e higos maduros.

Foto: Pablo Genovés. Serie 'Precipitados'
                                                          
Vittorio, aún somnoliento, reconoce el olor del viento madrugador y en el plácido sueño surgen de manera inconsciente escenas de la infancia, de las playas al sol del Lido en brazos de su madre Sofía, cogiendo cangrejos en la orilla, contemplando el paso de los barcos. También en este duermevela llega a otro recuerdo con horizonte de barcos, barcos que ve desde la ventana de su casa en Trieste. A su lado, está Antonella, siempre pálida, su querida esposa ya desaparecida, que es como uno de esos fantasmas familiares que siguen presentándose con metódica puntualidad. Antonella y aquel pasado de barcos, de herrumbre y óxido, de líneas lujosas de cruceros de la Lloyd, de la baixa y la alta triestina, de los años dando clases en la Universidad de aquella inquietante ciudad. Trieste, la sonámbula, la ciudad suspendida, el no-lugar, el fabuloso paraíso en el que había sido feliz. O tal vez no. Ahora es incapaz de recordarlo.

 
Vittorio se despierta del sueño. Aspira el aroma a mar que ha dejado la corriente que ahora sale por la ventana que da al canal. Es un día de sol y la luz intensa se refleja en las aguas, reverbera y se proyecta en las paredes de la estancia. Unas paredes agrietadas, sucias, llenas de manchas de humedad, pero en las que aún se adivinan los frescos que alguna vez representaron el baño de una diosa. Venus blanquísima y desnuda, eso sí, con discreción de dormitorio conyugal, el aposento para las cópulas oficiales, permitidas, sagradas, obligatorias, inspiradas por los juegos venusianos. Tan fructíferas de niños Brunelleschos surgidos de estas sábanas de sedas frías y envejecidas.
El sol veneciano reverbera justo ahora en el cuerpo de la diosa pintada y los reflejos, con el movimiento de las aguas de la laguna, parecen hacer cosquillas en los senos de Venus. Pechos nerviosos, inquietos, blanquísimos, de pezones rosados… Antonella.  


EL SUEÑO


 
La misma noche en la que descubrieron en la playa el cementerio de barcos Vittorio tuvo un sueño extraño. Estaba buceando en las aguas turquesas, pero se volvían turbias y pegajosas impidiendo que pudiera ver bien. Aparecieron los cascos heridos de enormes cruceros que habían navegado durante años en travesías de lujo. Vittorio los rodeaba con cuidado de no rozar las aristas oxidadas. En algunos de ellos le pareció ver que seguía celebrándose una fiesta en cubierta como si no hubiera ocurrido nada. La gente reía, bebía, comía canapés de delicias marinas. De uno de los barcos que tenía un profundo agujero en el casco salían los marineros de la tripulación para inspeccionar su estado. Iban alineados en formación. A Vittorio le pareció que aquel viejo trasatlántico tenía una forma de calavera, con cuencas vacías que parecían observarle en esas profundidades soñadas.


A pesar del miedo que tenía, era consciente de que estaba soñando, por lo tanto nada podría ocurrirle, así que se internó por uno de los agujeros, concretamente la cuenca del ojo izquierdo de la calavera-barco. Recorrió salas de máquinas, pasillos larguísimos, camarotes deshabitados, arcones abiertos aún con las ropas abandonadas por las prisas de un naufragio. En el gran comedor las mesas aún tenían servida la comida sobre blancos manteles. La sopa humeaba en los impecables platos dispuestos en círculo y rodeados por bandejas de mariscos que parecían estar vivos. Vittorio sintió hambre y dio un mordisco a una pata de cangrejo que le pareció deliciosa y en la que recordó el sabor dulce y picante de un animal exótico que le habían servido en la cena del día anterior en el restaurante del hotel.


Siguió intérnandose dentro del barco muerto y tuvo la sensación de que paseaba por el cementerio de San Michelle, aquella isla de los muertos donde van a parar los venecianos.


Al cruzarse este pensamiento, el interior del barco se transformó en un inquietante paisaje familiar. Miró a través de un ojo de buey y entonces vio un curioso mascarón de proa que había pertenecido a un barco antiguo. Se acercó buceando hasta el pecio y descubrió que no se trataba de la habitual figura femenina que preside las proas sino un personaje que él reconocía: el cabezón de bronce, un Eolo derrotado en las profundidades marinas, cubierto por algas y musgo como una melena criada por la pereza de los siglos.


Pronto se percató de que tras el mascarón había una puerta. Entró intuyendo el escenario por el que buceaba. Reconoció el vestíbulo con el pavimento ondulado a causa de las mareas, la gran escalera, los retratos familiares que –sin embargo, parecían no darse cuenta de su presencia-, la primera planta con el salón, la biblioteca y así hasta llegar al salón de los espejos. Vittorio se dio cuenta de que eran espejos que no reflejaban nada como si ya fuera un fantasma. Entonces, despertó. A su lado, Antonella dormía plácidamente, como mecida por el más amable de los mares. 
 
 

UN MALETÍN EN LA FONDAMENTA


 
En 1849 se congeló la laguna.
El doctor Giuseppe Croce se apresura para llegar pronto a casa. Acaba de hacer una visita de urgencia en uno de los viejos palacios que alquilan los ingleses en la parte de atrás de la Fondamenta Foscarini y que parece haberse puesto de moda. Todo el Rio di Santa Margherita muestra ventanas con banderas que indican que se alquilan mansiones enteras, plantas o habitaciones, según las necesidades o los bolsillos.
El barrio parece una colonia inglesa, un trozo neblinoso y exótico de Londres. El último capricho de los viajeros británicos. El doctor está asqueado. Es la quinta muchacha que visita este mes con los mismos síntomas: anemia, blancura extrema -de hecho casi todas exhiben con orgullo su piel clorótica-, languidez, depresión, desmayos estratégicos, suspiros provocados por la falta de aire, sonambulismo, fiebres nocturnas. Un cuadro sintomático que responde a un argumento previsible: a Venecia se viene a morir de amor.
Lástima de ciudad convertida en escenario fabulado para tragedias impostadas. Venecia servidora que no duda en disfrazarse según indique el guión de una mala ópera. El doctor Croce piensa en el triste destino de su ciudad, aquella Venecia que fue la más poderosa de todas las capitales, que gobernó sin sombra el Mediterráneo, que se bañaba en riquezas, que se pavoneaba del lujo de sus iglesias y palacios. Esa Venecia casquivana y orgullosa que cuando vio que se escapaba su antiguo poder no dudó en seguir disimulando, en convertirse en el paraíso de las fiestas, en continuar siendo la más hermosa y seductora que disfrazaba su decadencia con joyas y fabulosos tejidos. No le importó ataviarse según le dictaban los forasteros, travestirse en meretriz bellísima y experimentada para continuar como dama principal y objeto de todos los deseos. Pero todo eso había terminado, Venecia había entrado en su siglo más oscuro. Toda la farsa de tantos siglos de seducción irreal se desvaneció cuando Napoleón invadió la ciudad. Se había descorrido el telón y sobre el escenario no aparecía más que una vieja desnuda que alguna vez había sido bella, pero que ya no podía disimular las canas ni las arrugas ni los pellejos que le colgaban. La comedia había terminado. Luego llegaron los austriacos y la antigua señora serenísima se dio cuenta de que no era más que un rincón alejado y exótico dentro del poderoso imperio austrohúngaro. Y ahora estaban estos viajeros decadentes que la utilizaban como destino de sus malísimas novelas, de sus previsibles cuadros, de sus cuadernos de viajes escritos con la prepotente mirada del Norte, del metódico Norte que cansado de sus rutinas y disciplinas decidía aventurarse en el Sur pasional y desmedido, imprevisible y racial, tan ignorante como atrevido. Un lugar ideal para distraerles.
 

La laguna está congelada aunque en el muelle que da al Campo di Carmini la superficie es sólo escarcha. Qué extraña visión la de esta Venecia de hielo. Una niebla envuelve ahora la zona y el doctor lamenta haber salido en esta noche de perros. Las hornacinas con altares de santos en las esquinas del barrio apenas sirven para iluminar las calles. Además, el viento ha apagado algunas lámparas votivas de aceite. La ciudad parece suspendida entre la niebla y la oscuridad. Una Venecia inesperadamente tenebrosa.
Giuseppe Croce decide andar más despacio, teniendo mucho cuidado dónde pone el pie porque ni siquiera se aprecia con claridad el suelo. Aunque conoce bien Venecia la niebla le impide ver el final de algunos callejones y dónde terminan en realidad los muelles. Camina con lentitud y de pronto siente miedo. Decide espantar sus temores pensando en alguna cosa amable, por ejemplo en sus últimas investigaciones, su verdadera pasión porque las consultas a pacientes le sirven sólo para poder vivir. Él se considera en realidad un científico. Qué dirían estos ricos y prepotentes ingleses de sus ambiciones, del libro que está escribiendo, de la pulcritud de su laboratorio, de sus ambiciosos descubrimientos. Ellos que piensan que un italiano no es más que alguien destinado a la servidumbre, un indolente que, eso sí, tiene la suerte de vivir en un país maravilloso.


El doctor, distraído otra vez con sus pensamientos, pierde la orientación. Se para y entre la niebla ve el perfil de la Scuola Grande dei Carmini y rápidamente reconoce con exactitud el lugar en el que está. Ahora sabe que tendrá que adentrarse en un pasaje oscurísimo. La hornacina del santo que da a la Iglesia de San Pantaleone sólo está iluminada por un minúsculo candil.
Avanza con cuidado refugiándose en la calma y placidez que le da pensar en sus últimas investigaciones. Pronto publicará un libro que ya ha titulado: Tratado de las exhumaciones y sobre los cambios que sufren los cadáveres al pudrirse en la tierra, en las fosas sépticas, el agua, en los bosques y en los muladares. Sí, un asunto lúgubre, pero que a él le apasiona y que aportará grandes avances a la ciencia médica y también a la investigación criminal. En el maletín con su material quirúrgico lleva algunas páginas con anotaciones.
Hace cuatro días experimentó con cadáveres acerca de la putrefacción en el agua y llegó a conclusiones sorprendentes. Por ejemplo, que en un cuerpo sumergido –como los que él ha visto ahogados en el canal y que llegan al pabellón de anatomía, cuerpos de suicidas o mendigos sin nadie que los reclame- se retrasa la putrefacción por efecto del agua. Que un cadáver cuando lleva… Y justo en ese momento el doctor Giuseppe Croce, demasiado distraído en sus cosas, resbala y cae al agua. Agua oscura y casi congelada que poco a poco le aturde los miembros, que no le responden. El doctor Croce siente pánico, una angustia indescriptible al darse cuenta de que se está helando, que a su cuerpo le baja la temperatura y que si no se da prisa, entrará en shock por hipotermia, que sus pulmones se inundarán y se hundirá poco a poco en la laguna, que llegará al fondo y el légamo inmundo de los lechos venecianos comenzará a actuar sobre su cuerpo muerto y quizás lo conserve algunos días de la putrefacción, que lo rescatarán cuando el cadáver hinchado salga a la superficie y lo llevarán a la sala circular del pabellón forense y servirá de experimentación a sus colegas y nunca podrá escribir ese tratado. Porque ahora, mientras cae lentamente como uno más de los miles de ahogados de Venecia, sabe que ya sólo es un objeto de experimentación de cuya desgracia se sabrá en los periódicos que leerán mañana los burgueses en sus apacibles desayunos de café y pan con mermelada de naranjo amargo, una de esas sutiles delicias que sólo se dan en estos paraísos meridionales y exóticos. 

sábado, 18 de mayo de 2013

EL CEMENTERIO DE TRASATLÁNTICOS


A lo lejos vieron una mancha que al principio les pareció una montaña que lindaba con la playa, pero conforme se aproximaban descubrieron que era un monstruo de acero, un barco gigantesco con la popa hundida cerca de la orilla. Y no era el único. Aquello era un cementerio de barcos, colosos corroídos por la sal, devorados en un dantesco banquete de peces y óxido.
Olía intensamente a herrumbre.

 
Del vientre de acero del barco vieron salir a algunos hombres. Iban cargados con piezas de la embarcación que seguramente venderían como valiosa chatarra. Parecían diminutas hormigas en fila que devoraran a un animal gigantesco llevando los trozos como comida para el hormiguero-despensa. Y aquellos barcos difuntos eran el banquete del salitre, los peces y los rapiñeadores de chatarra. Muchos de aquellos hombres tenían el cuerpo lleno de heridas e incluso vieron a algún mutilado.

 
Poco después, cuando paseaban por una zona de mercadeo local, descubrieron a algunos de aquellos hombres vendiendo restos de los barcos. En uno de los puestos callejeros, Antonella vio a un anciano que vendía toallas y cubiertos en los que reconoció la marca de la Lloyd. El hombre contó que su hijo se ganaba la vida sacando cosas de las embarcaciones que sus dueños habían dejado abandonadas en la costa. Estaba feliz, porque hacía poco su hijo había podido entrar en un trasatlántico italiano que no se encontraba en muy mal estado. La rapiña les había dado para comer durante un mes, aunque el anciano confesó a la pareja que estaba preocupado porque su hijo se había hecho una herida en una pierna con un acero oxidado que no tenía muy buena pinta. Hacía dos noches que tenía fiebre y que vomitaba y no había podido salir a trabajar.
 
 
Antonella y Vittorio se miraron sin decirse nada. Les pesó profundamente la desidia de empresarios sin escrúpulos que dejaban sus barcos en las playas del Tercer Mundo, en aquellos lugares destinados a ser los muladares, los paraísos del desecho, los basureros de otras culpas ajenas. La Lloyd triestina también había abandonado allí sus basuras sin importarle que contaminaran aquellas playas.
Vittorio se dio cuenta de cómo Antonella asumía también la culpa de su familia y por eso la quiso más que nunca. Casi sin decirse nada habían descubierto la parte de atrás del paraíso, los hermosos paisajes que nunca son inocentes.

martes, 14 de mayo de 2013

TRIESTE, LA SONÁMBULA II


 
Cuando se trasladó a la ciudad aún se podían ver en las esquinas de las calles las cuerdas que evitaban que los transeúntes, azotados por el bora, cayeran en la carretera y fueran atropellados. Ahora, sólo en algunas calles quedaban las marcas de hierro donde se habían anudado las cuerdas antiviento para aquellos paseos heroicos. En algunos cafés y tabernas colgaban de las paredes fotografías antiguas en las que los apurados triestinos intentaban doblar una esquina azotados por el viento y sólo frenados por las cuerdas antibora. Eran imágenes tragicómicas porque había numerosas escenas de caídas que parecían fotogramas del más puro slapsticks del cine mudo, pero también graves accidentes en los que algún peatón aparecía muerto bajo las piedras de un balcón desprendido o quizás por el trozo de una estatua demasiado frágil para las iras del bora.
Antonella se divertía al observar la sorpresa de Vittorio cuando corría aquel viento tan extraño para todos los que no eran de Trieste. Ella le explicaba que en los días de viento la gente evitaba ir a la peluquería, llevar peluquín o sombrero. No se leían periódicos, las recién casadas no usaban velo y las adolescentes prescindían de minifaldas.
Trieste era una ciudad para paseos de peatones funambulistas, acróbatas del aire y equilibristas sobre cuerdas agitadas peligrosamente por violentos huracanes. A Vittorio le divertía observar aquel circo improvisado en plazas, calles y avenidas. Alguna vez sufrió percances por culpa del viento, ya que salían volando los papeles que llevaba bajo el brazo. Un gran error de costumbre que no le habría ocurrido a un verdadero triestino, siempre con las cosas a resguardo. Sin embargo, Vittorio terminó por adorar este viento provocador y pícaro como si siempre lo hubiera conocido. De alguna forma era como si los aires de su palacio veneciano se hubieran hecho adultos y mostraran de vez en cuando mal carácter fruto de la madurez y las aristas de la vida. Vientos, graves, malhumorados, viejos.


Sólo tenía algo de temor al recorrer las calles del puerto en las que se adentraba el mar y que le recordaban una especie de Venecia salvaje o quizás una Venecia apocalíptica que definitivamente había sucumbido a su destino: quedar sumergida bajo las aguas, anegada por el Adriático siempre amenazante. Trieste era como una Venecia del final de los tiempos. Aquellas calles del puerto eran anchas, casi con la ambición de audaces avenidas y el agua del mar entraba a través de canales donde los pescadores amarraban sus barcazas. Sin embargo, no dejaban de ser calles con coches y paseantes. Calles con la melena y las faldas al viento, despreocupadas y elegantes. Calles como de ciudad marina en la que no se terminaban de borrar las fronteras entre el mar y tierra adentro. Vittorio temía pasar por estas calles-puerto los días del bora por el riesgo de caer al agua.
 


Extraña Trieste, ni verdaderamente italiana ni austriaca. Ciudad fronteriza, entre el mar y la tierra, fragilísima, azotada por el viento, tan rara como su destino, un azar histórico que movía las veletas disparatadas de sus edificios. Una ciudad ideal para que los viejos recuerdos salieran volando aprovechando los furiosos vientos de los Alpes.

TRIESTE, LA SONÁMBULA


Un retrato de Rilke está colocado en el comedor. Un Rilke melancólico que parece mirar de reojo el Adriático que se contempla desde este quinto piso, el mar que le fascinó, ese mar violento y, al mismo tiempo, sereno que había visto romperse en los acantilados que rodean el castillo de Duino. Un mar elegíaco, que cantaba dentro de las olas, que se le aparecía en sueños y se le colaba sin avisar dentro de los versos.

Suena la sirena de un barco que acaba de entrar en el puerto. El sonido penetra en la ciudad, se pasea por la gran Piazza de la Libertà, recorre las calles y despierta a sus habitantes de las travesías de la noche. Vittorio y Antonella salen de sus respectivos sueños. La mosca, con las alas pegajosas de salsa marinada, agoniza en la cocina. Y muere.
Rilke en la pared observa la calma tensa del Adriático.